sábado, 21 de noviembre de 2009

Esperanza


PRESENTACIÓN:
LA REVOLUCIÓN ANTICRISTIANA


“El Cristianismo logró forjar sobre la base de las instituciones grecorromanas, y con el aporte del mundo bárbaro, un sólido edificio de civilización que alcanza su plenitud en el siglo XIII.

La Iglesia, encarnada en la realidad de la Ciudad Católica, se oponía a las herejías con las mismas estructuras sociales y políticas, y era propósito de las herejías destruir esas estructuras junto con el espíritu que las animaba, a fin de sumir al hombre en un sistema de desorden que le privara de los beneficios de la redención.

Cristo, a través de la Iglesia, edifica la Ciudad Católica de la sociedad medieval. Operando sobre el interior de las almas la Iglesia edifica la Ciudad Cristiana. Hombres y mujeres plenamente cristianos establecen familias cristianas, una estructura económico-social cristiana y un orden político cristiano.

Pero el diablo no podía aceptar esta restricción. Tenía que intentar destruir la Ciudad Católica. Tenía que intentar la Revolución Anticristiana.

Una sociedad fuertemente estructurada en sólidas instituciones no puede ser abatida de un solo golpe. Era necesario, para derribarla, una acción destructiva que fuese dirigida progresivamente, y de acuerdo con la jerarquía de su importancia, contra cada una de sus partes. He aquí el cometido de la Revolución Anticristiana”.

(Padre Julio Meinvielle, El Comunismo en la Revolución Anticristiana, capítulo II).


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ESPERANZA EN MEDIO
DE LA TORMENTA


Como prólogo de esta columna sobre la Revolución Anticristiana deseo contarles una historia. Desgraciadamente se trata de una historia verídica; tanto más cierta porque ella es, como podrán comprobarlo a medida que avance el relato, todo un símbolo, figura de la realidad revolucionaria que vivimos.

Nuestro suceso tiene lugar en un país en el cual se desatan colosales e imprevistas tempestades; tornados de tal fuerza que a su paso arrasan con todo. Para colmo de males, no se sabe sino hasta el último momento lo que uno deberá afrontar.

Una mañana soleada, un viajero marcha alegre por un bello camino; sin embargo, con aire de preocupación contempla repentinamente en el horizonte oscurecerse el cielo; presagio de tormenta. Se halla a igual distancia de su punto de partida que del lugar hacia el cual se dirige y donde lo espera su familia.

La tormenta avanza rápidamente hacia él: el viento se enfurece, remolinos de polvo se elevan y enceguecen, nubarrones amenazantes se desplazan a gran velocidad por el cielo, el ambiente se enfría, el cielo se ensombrece…

Nuestro caminante, acelerando la marcha, juzga prudente buscar un abrigo seguro en el cual poder protegerse del vendaval. Se encuentra en medio de la campaña; vislumbra sembradíos, bosquecillos, pero no la más pequeña casa, ni siquiera una humilde cabaña para refugiarse.

De repente, al contornear una curva del camino, divisa sobre una colina algo semejante a un caserío. Acelera el paso puesto que la lluvia comienza a caer, mientras el viento redobla su fuerza y el cielo se cubre más y más.

Se aproxima al pueblo, pues se trataba de algo más grande que una simple reunión de viviendas; y al comenzar a recorrerlo una extraña sensación se apodera de él: si bien hace frío y se acerca la hora del almuerzo, no hay ninguna chimenea humeante; si bien parece haber anochecido, ningún resplandor se transparenta a través de las ventanas de las casas…

Pronto llega a la calle principal, y la encuentra desierta. Cierto, llueve y truena; pero, en semejantes casos, en todos los pueblitos es habitual encontrar una madre que llama a sus hijos para que se pongan al abrigo; o bien un paisano que conduce al establo el caballo o la mula que permanecía atado al palenque; o una anciana que descuelga la ropa puesta a secar…

Aquí, ¡nada!… Pero ¡nada!, ni siquiera un perro que atraviese la calle… Un silencio de muerte, como si el poblado estuviese, precisamente lo contrario, deshabitado; como si los pueblerinos hubiesen partido precipitadamente…

Algunas casas, abiertas a todos los vientos, parecían haber sido saqueadas; otras a mitad destruidas o incendiadas…

Nuestro viajero avanza siempre por la calle principal del pueblito… y encuentra que la escuela ha sido violentada y desmantelada, las sedes de las corporaciones y de las asociaciones devastadas. En el municipio hay claras señales de combate: la bandera nacional no es más que un trapo carcomido, su fachada ha sido ametrallada, las oficinas de la planta baja desbaratadas…

Manifiestamente, una horda de revolucionarios ha pasado por allí no hace mucho tiempo, y ha dejado todo en un estado triste de desorden y abandono…

La impresión que lo desconcertase al comienzo se consolida ante cada nuevo hallazgo; repentinamente su atención se dirige hacia el cementerio de la aldea...; empero, el campo santo no ha sido exceptuado del vendaval subversivo…; tumbas profanadas, monumentos arrasados, cruces sacrílegamente derribadas, placas e insignias de los héroes patrios deshonradas…

La furia de la tempestad, la intensidad de la lluvia, el ruido de los truenos y el centelleo de los relámpagos lo vuelven en sí y en la necesidad de encontrar un lugar de refugio, ya no sólo material, sino también espiritual; nuestro peregrino está abatido, desanimado…

Como instintivamente y en búsqueda de un punto de referencia a salvo y que le sirva de amparo, se dirige hacia la iglesia parroquial, para él imagen de orden y protección. “Quien sabe, se dice, la iglesia se ha salvado, y el párroco ha permanecido, o tal vez el sacristán, que podrá hospedarme”.

Se encamina hacia el templo, cuya gran puerta divisa abierta de par en par; mal presagio, piensa… El interior, completamente oscuro; en la penumbra, a la luz de un cirio que logra encender, distingue los pasos de los revolucionarios: sagrario profanado; altar, púlpito y pila bautismal destrozados a golpes de pico; imágenes de santos decapitadas, mutiladas, derribadas, la sacristía saqueada… Por todas partes el mismo espectáculo de desolación…

Nuestro pobre viandante comprende que la revolución ha arrasado, como un temporal, con todo lo que constituye la vida simple de los hombres:

La vida familiar, ante todo. Lo único que queda son casas sin vida, sin autoridad paterna, sin amor cálido materno, sin juegos de niños, sin comidas de fiesta, sin flores en las ventanas…

Luego, la educación de los niños. La escuela está desierta, los patios de recreación silenciosos, las salas de clase despojadas, la autoridad de los maestros rebajada…

La vida del trabajo también. Han diezmado el vigor de las corporaciones, de las asociaciones de obreros, de artesanos y de profesionales; no existe ni organización de las labores ni la ayuda mutua…

Del mismo modo la vida política. El municipio atacado, en parte arruinado; la bandera en jirones; ninguna autoridad para asegurar el orden, la justicia, la paz…

Ni siquiera han respetado la vida pasada, con sus raíces, sus costumbres y sus tradiciones; el cementerio ha sido profanado…

La vida religiosa, en fin. La iglesia parroquial sacrílegamente atacada; abierta a cualquiera, pero vacía de sus feligreses; sin altar, sin sacerdote, sin sacrificio, sin culto, sin doctrina; cuyas campanas permanecerán silenciosas, si no es que ya han sido fundidas para fabricar cañones…

De un solo golpe, la revolución se revela a nuestro viajero con toda su tremenda realidad: un instrumento de muerte, enemigo de la vida, enemigo de los hombres, enemigo de Dios…

En efecto, se dice a sí mismo en una larga reflexión, nuestros mayores vivían en el amor a la parroquia, en el respeto a la santidad del hogar, en la solicitud por la escuela confesional y las corporaciones, en el culto y veneración del camposanto. Estos estamentos delimitaban mutuamente un ámbito sagrado.

La Parroquia es para la vida de la aldea y de la ciudad lo que el corazón en la vida del hombre. Ella es “Casa de Dios y Puerta del Cielo”; el lugar del sacrificio, de la oración, del bautismo, de la prédica sagrada. Cuando ingresamos a la iglesia, sentimos la presencia de Dios, pero al caminar por sus naves revivimos la oración de los ancianos.

La hermana gemela de la parroquia es la Escuela católica. Nuestros ancestros, bajo la dirección de la Iglesia, junto al altar, al púlpito y a la pila bautismal, aprendieron a leer, a escribir y a contar, del mismo modo que se iniciaron en las labores del campo y de la industria. O se mantiene la escuela en el espíritu de la Iglesia, o ella degenera convirtiéndose en un laboratorio del mal…

El Hogar cristiano, la santidad familiar, es el lugar donde unas generaciones relevan a otras y engendran y forman a los ciudadanos del Cielo. La Familia es una fortaleza de un poder inapreciable, si su umbral comunica con la parroquia y la escuela confesional.

Las Corporaciones católicas santifican la pena del trabajo, aúnan las fuerzas de obreros y empresarios, socorren las necesidades de unos y otros.

En esas cuatro fortalezas, en esos campos de batallavivimos, velamos y combatimos hasta que lleguemos al otro Camposanto, lugar del reposo, sembradío inmenso de Dios, donde las generaciones pasadas esperan que resuene sobre ellas la Trompeta del Juicio Final.

Sobre la ceniza de nuestros queridos muertos sobrevuela el recuerdo de aquellas cuatro pilastras de la santidad. El altar de la iglesia, el abrigo del hogar cristiano, la cátedra de la escuela confesional y los estamentos de la ciudad claman incesantemente desde el mundo de los difuntos al mundo de los vivos: vosotros, nuestros nietos, no olvidéis el mensaje de las generaciones que os antecedieron; manteneos firmes en vuestras fortalezas. Cualquiera que sea el diluvio que inunde la tierra, manteneos como custodios de la firmeza inquebrantable de la Parroquia, del Hogar, de la Escuela y de las Corporaciones…

Frente a la abismal diferencia entre la verdad que medita y la realidad que comprueba, la desesperación comienza a ganar en su corazón. En ese momento escucha el golpe de una puerta que se cierra con estrépito. Sin certeza y más bien con la esperanza de que se trate de una presencia humana, se dirige hacia ese pórtico y lo abre con prudencia. Ella da a un pequeño claustro, con un jardín.

En un recodo percibe una ermita con una hermosa imagen de la Santísima Virgen que escapó a la furia devastadora. Ante ella se consumen las últimas gotas de aceite que alimentan la mecha de una candileja carmesí.

Afuera, la tormenta ha amainado… En su alma, la esperanza renace…

Nuestro hombre se arrodilla y recita tres Ave Maria, admirado de encontrar esta imagen, preservada de la violencia subversiva, y su lamparilla encendida, resistiendo aún al viento.

Medita sobre el hecho de que, como durante la Pasión, la Virgen Dolorosa sea la única en conservar la paz, la alegría, la fe y la esperanza…

El tiempo pasa sin que él lo perciba…

Sin poder distinguir de qué advocación mariana se trata, eleva su alma a la Virgen María y le pregunta: Dime, Reina y Madre, ¿cómo debo llamarte? ¿Cuál es tu nombre?

Y la Santísima Virgen le responde: Tú me has reconocido, y no es poco. Aquí me llaman Nuestra Señora del Buen Socorro.
Pero soy también Nuestra Señora del Cenáculo, Reina de los Apóstoles, que los sostuvo y fortaleció en su apostolado.
Y Nuestra Señora del Pilar, venerada en todo el mundo hispánico, porque es sobre esa Columna de la Fe y alrededor de Ella que se llevó a cabo la Reconquista de España y el descubrimiento y la evangelización de América.
Puedes llamarme Nuestra Señora del Rosario, esa bella oración que obtuvo tantas gracias a Santo Domingo para convertir a los herejes albigenses, y que obtiene, todavía hoy, el triunfo sobre los enemigos de la Iglesia.
O Nuestra Señora del Carmen, con su santo Escapulario, que protege y salva a sus fieles devotos.
O Nuestra Señora de Guadalupe, Reina de México y Emperatriz de América, que condujo la cristianización de ese continente.
Y también Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, que vence al dragón infernal y aplasta su cabeza emponzoñada.
O Nuestra Señora de Lourdes, donde di a conocer mi nombre por excelencia: “Yo soy la Inmaculada Concepción”…
O, finalmente, Nuestra Señora de Fátima, con mi Corazón Inmaculado y la certeza de su triunfo final.

Todos estos son títulos míos, bajo los cuales he sido y sigo siendo invocada según las necesidades de los tiempos, de las personas y de las instituciones.

Gracias, Nuestra Señora del Buen Socorro, exclamó entusiasmado el peregrino; Tú me has devuelto la confianza y el coraje. Dime ahora, Reina y Madre, ¿cómo reconstruir todo esto que la locura de los hombres ha destruido?

Hijo mío, esto debes preguntárselo a mi divino Hijo Jesús. Del otro lado del claustro encontrarás una ermita semejante a esta, consagrada a su Sagrado Corazón. En instantes será iluminada por un hermoso rayo de sol; ve y habla con El para hallar la respuesta.

El caminante se signa, se pone en pie y busca con la mirada el oratorio del Sagrado Corazón, lo avista y se acerca entusiasmado.

El viento ha calmado, la lluvia completamente cesado y todo presagia nuevamente el esplendor del mediodía.

Mientras reza de rodillas algunas jaculatorias, un rayo de sol hace relucir el rostro de Jesús, tal como Nuestra Señora lo había anunciado.

Heme aquí, Señor, vengo a tu encuentro de parte de tu Madre Santisima para preguntarte ¿qué debo hacer, qué puedo hacer ante esta destrucción sistemática llevada a cabo por la revolución?

El Sagrado Corazón le responde mediante una extensa y detallada lección, síntesis de la Sagrada Escritura, la Tradición, el Magisterio de la Iglesia y la Historia, tanto eclesiástica como profana…

Todos los detalles convergen en un mismo tema: la presencia de Jesucristo en la historia de la humanidad y la función que debe cumplir su Santísima Madre, la Virgen María… En definitiva, el Reino de Jesús por María

Nuestro peregrino se sienta sobre un banco de piedra del claustro para meditar con calma todo lo que ha experimentado esa mañana, especialmente las palabras de Nuestro Señor.

Pasan por su memoria las palabras de San Luís María Grignon de Montfort ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ”; se presentan a su espíritu los títulos de ciertos libros de Monseñor Lefebvre, especialmente algunos capítulos y textos… “El Misterio de Nuestro Señor Jesucristo”, “Lo destronaron”, “Itinerario Espiritual”… El sentido de la historia... Y las citas comienzan a discurrir ante nuestro absorto amigo:

“Definir lo que es Nuestro Señor Jesucristo forma parte de nuestra vida; diré, incluso, de una manera dramática; puesto que lo que se cuestiona, en el mundo moderno donde vivimos, es la verdad sobre la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo”.

“Si Nuestro Señor es Dios, en consecuencia, es el Señor de todas las cosas, de los elementos, de los individuos, de las familias, de la sociedad. Es el Creador y el Fin de todas las cosas.
Si no estamos convencidos de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, no poseeremos la fuerza necesaria para mantener esta fe ante la invasión creciente de todas las falsas religiones, en las cuales Nuestro Señor no es Rey, no es reconocido como Dios con todas las consecuencias que eso implica sobre la moralidad general: moralidad del Estado, moralidad de las familias, moralidad de los individuos”.

“Entonces, ¿cuál es el verdadero sentido de la Historia? ¿Tiene un sentido la Historia? La Historia está ordenada a una Persona, que es el centro de la historia, y que es Nuestro Señor Jesucristo.
Él es, pues, el polo de la Historia. La Historia tiene una única ley: “es necesario que Él reine”. Si El reina, reina también el verdadero progreso y la prosperidad, que son bienes más espirituales que materiales. Si El no reina, es la decadencia, la caducidad, la esclavitud de todo tipo, el reino del Maligno.
He aquí, pues, la respuesta a la cuestión planteada: ¿cuál es el sentido de la Historia? Y bien, la Historia no tiene ningún sentido, ninguna dirección inmanente. No existe un sentido de la Historia, hay un objetivo de la Historia, un objetivo trascendente, que es la “recapitulación de todas las cosas en Cristo”, es decir la sumisión de todo el orden temporal a su obra redentora, la influencia de la Iglesia militante sobre la ciudad temporal, que prepara el reino eterno de la Iglesia triunfante del Cielo”.

“Esta presencia de Dios encarnado en la historia de la humanidad es el centro de esta historia; como su sol, hacia el cual todo converge y de dónde todo emana. Si se cree en el misterio de la Redención, entonces va de suyo que sin Jesucristo no hay salvación posible. Todo acto, todo pensamiento que no sea cristiano no tiene valor salvífico, ni tiene mérito para la salvación.”

“No hay salvación fuera de Nuestro Señor. Es, pues, sobre este principio de la gracia capital de Nuestro Señor que va a basarse la acción de todos los que trabajan en la salvación de las almas.
Todo lo que pueda hacerse sin ninguna relación con Nuestro Señor, directa o indirecta, es inútil y no sirve para nada en orden a la salvación”.

“Estando en el plan de Dios todo ordenado a Jesucristo para la salvación de las almas, y a El sólo, en todos los ámbitos (sociales, políticos, económicos y familiares) fomentaremos y ayudaremos a los que se esfuerzan por vincular su acción con la Ley de Nuestro Señor, natural y sobrenatural.
Puesto que Nuestro Señor lo domina todo; su Ley debe ser la de todas las naciones y la de todos los hombres sin excepción”.

“En el tiempo, como en la eternidad, el reino de Satanás se opone al de Nuestro Señor. Satanás es la cabeza de los malvados en el sentido que, en el orden del gobierno exterior, tiende a desviar a los hombres de Dios.
Nunca se tendrá la última palabra sobre la lucha entre los buenos y los malos a través de los acontecimientos de la historia mientras no se la resuma a la lucha, personal e irreducible, entre Satanás y Jesucristo”.

“¿Qué deber se impone a todo hombre en presencia de esta lucha fundamental de los dos jefes opuestos de la humanidad? El de no pactar nunca, en ninguna cosa, con Satanás y sus satélites; y el de formarse en orden de batalla, permanecer siempre en formación y combatir valientemente, bajo el estandarte de Cristo Rey”.

Jesucristo no es facultativo. El error fundamental de la Libertad Religiosa y del Ecumenismo es hacer facultativo a Jesucristo”.


¡Sí!, se dice nuestro viajero, vuelto a la realidad, es el Reino de Jesús por María… Y reza: ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ”…

Nuestro Señor le habla nuevamente: bienaventurado eres porque has visto y oído lo que tantos otros han deseado ver y oír y no lo han podido, lo que tantos otros desean ver y oír y no lo pueden.
Es esta larga noche de la Historia tienes a mi Madre, la Estrella de la mañana, Stella matutina. Respice Stellam, voca Mariam…

Ella es la Estrella prometida que anunciará la salida del Sol de Justicia. Ella preparará, mediante el triunfo de su Corazón Inmaculado, mi Segundo Advenimiento y el triunfo definitivo de mi Sagrado Corazón…


Evidentemente, mis queridos amigos, ustedes lo han comprendido: el pueblito devastado por la revolución es la Civilización Cristiana.

Ella es atacada por todas partes por los enemigos del Nombre de Dios: en la familia, en la escuela, en el orden natural querido por Dios en las naciones, en las instituciones y en todas las actividades humanas.

La iglesia desmantelada es la imagen de la Iglesia Católica en crisis abierta y declarada desde hace ya más de cuarenta años y que parece, de más en más, impotente para aportar la salvación a los hombres.

El viandante que busca protección, en medio de la borrasca y de las tinieblas desatadas por el infierno, es cada uno de nosotros caminando por el sendero que Dios le ha trazado.

Lo que vivimos, como tantas veces les he enseñado, es una inmensa revolución enteramente decidida a liquidar los restos de la Antigua Cristiandad europea, frente a la cual no se ve nada capaz de impedírselo.

Es posible que esa Cristiandad europea sea el famoso katéxon de San Pablo, es decir, el Obstáculo que ataja la manifestación del Misterio de Iniquidad y que debe ser quitado de en medio antes que se manifieste el Anticristo.

Es este caso, la Iglesia regresará a las catacumbas, desaparecerán las patrias, y los pocos capaces del coraje terrible de seguir fieles a Cristo se replegarán sobre sí mismos para defender su fe y pedir su Segunda Venida.

Es decir:

- esta estructura externa de la Iglesia Católica, creada por la Contrarreforma y hoy casi impotente del todo y minada de internos morbos, se deshace;

- las patrias dejan de ser cosas sacras, convirtiéndose las naciones en organizaciones enormes de bandidaje en gran escala, es decir, en las fieras que vio Daniel en su visión y predijo que volverían;

- los que creen en la divinidad de Cristo son sujetos a la doble persecución:

- persecución de una falsa religión universal y poderosísima, que llega a apoderarse de la misma Sede Romana y atacar sus almas;

- al mismo tiempo que los poderes políticos unificados por la Bestia atacan sus bienes y sus cuerpos, hasta la pena de muerte.


Ustedes, como el viajero, se preguntan y me preguntan: ¿qué hacemos?

Tenemos que defender los bienes de la cultura, de la nacionalidad y de la tradición cristiana; pero como quien ve que son cosas perecederas, y que acaso Dios las ha condenado desde ya a perecer

Debemos defender esos valores sin apoyarnos demasiado en ellos, sabiendo que Dios nos pide que luchemos, que resistamos; pero no nos pide que venzamos, sino que no seamos vencidos.

En suma, hay que desarrollar e irradiar la propia actividad beneficiosa de tal modo que el mal que nos infieren, en vez de sofocarnos, quede como sofocado o, al menos, amortiguado en la correntada segura y pacifica de nuestro propio raudal de vida.

La actual persecución, como saben, ira aumentando hasta su paroxismo; entonces se afianzará la gran apostasía, tendrá lugar la tribulación magna, se implantará el reino del Anticristo, que durará tres años y medio…

Y en ese momento, como está prometido en el Génesis, ¡la Santísima Virgen vendrá para aplastar la cabeza del dragón infernal y para preparar el Reino de su divino Hijo con el triunfo de su Corazón Inmaculado!, como enseña San Luís María Grignon de Montfort.


No olviden, pues, que en todas las tormentas, y especialmente en la última, siempre permanecerán dos faros para guiarnos, dos apoyos para sostenernos, dos ayudas para reconfortarnos: el Corazón Inmaculado de María y el Sagrado Corazón de Jesús.